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La abuela Rebeca: sus estados de ánimo.




Estado de ánimo: Emoción generalizada y persistente que colorea la percepción del mundo. Son ejemplos frecuentes de estado de ánimo la depresión, alegría, cólera y ansiedad. A diferencia del afecto, que se refiere a cambios más fluctuantes en el "tiempo" emocional, el estado de ánimo se refiere a un "clima" emocional más persistente y sostenido.
Manual de diagnóstico. ASOCIACIÓN AMERICANA DE PSIQUIATRIA



Cuando éramos  chicos teníamos  prohibido acercarnos a la heladera de la casa de la abuela. Parece ser que el peligro radicaba en que la puerta no se cerraba con el burlete imantado, como la más moderna que había en casa, sino que tenía un picaporte pesado, grande y cromado; parecido al de un auto viejo. Por los riesgos que describía la abuela, la heladera debía ser una especie de monstruo bíblico dispuesto a engullir y devorar a cualquier niño que se le cruzara,  inmovilizándolo mediante un fulminante golpe eléctrico, o encerrando en su interior a la víctima y matándola de hiportermia. Por alguna razón desconocida, a la abuela le encantaba contar historias de niños atrapados en heladeras, o asados y servidos como plato principal por parte de alguna mucama psicótica.  Si el horno representaba al Behemoth, la heladera era Leviatán. En el imaginario de Rebeca las catástrofes sucedían por el frío extremo o el fuego. No era amiga de los términos medios.
Quizás la fábula que relataba la abuela no tuviera ningún asidero y solamente contara esta historia para evitar que los nietos le sacaran comida. Desde la persepectiva de un adulto se hace poco aceptable la posibilidad de que nadie escuche a un niño gritar desde adentro de la heladera. Otra era la situación de los tripulantes del Nostromo, porque como todos sabemos, en el espacio nadie te oye gritar. Pero, siguiendo esta línea de razonamiento terminaríamos comparando a la abuela con Alien o con Ripley, y no es el caso.
Donde sí hay un paralelo válido es en la actitud hacia la comida.  La abuela había desarrollado un comportamiento muy extraño en sus últimos años. Se daba atracones y hacía llamar a la ambulancia domingo de por medio. En medio de las crisis de llanto acusaba al abuelo de diversas monstruosidades. Siempre distintas. Según sus hermanas no era nuevo. Siempre se las había arreglado para llamar la atención, fuera colgándose de un árbol o rodando escaleras abajo. Pero esto ya nos lleva al siguiente tópico.
Rebeca no se destacaba por ser especialmente inteligente, por su profunda cultura humanista ni por grandes habilidades sociales. Era, eso sí, práctica y persistente, habilidades adquiridas por ser la mayor de ocho. A los quince años ya había logrado más que cinco generaciones anteriores de su familia. El hecho comprobado e irrefutable de haber sido la primera persona de su familia en alcanzar el nivel secundario completo (guardaba como prueba el recorte de la sección de Sociales del diario Los Principios, donde consignaba su destacado promedio dentro de la promoción de egresadas del Liceo de Señoritas, con el título de Tenedoras de Libros) colocó a Rebeca en un lugar de autoridad respecto de sus hermanas. Su padre sostenía a todas (mujer e hijas) con un pujante bazar que instaló en la avenida Colón, lo que las convertía en buenos partidos, a pesar de no ser particularmente lindas ni dadas a la conversación. El mundo de las relaciones sociales no iba mucho más allá de la casa de sus vecinas, las turcas.
En estas circunstancias aparece el abuelo Mauricio. No lo vemos como un cazafortunas, pero tampoco como un varón embobado por las virtudes de la doncella. Eran convenientes el uno para el otro, o como algún vez dijo mi padre, se resultaban mutuamente cómodos como una pantufla vieja.
La posición preeminente respecto de sus pares se mantuvo hasta el día de su matrimonio, en el que se convirtió en la señora del Escribano. Aunque puertas afuera esto le garantizaba una mirada deferente en sus ámbitos más próximos (carnicería, verdulería, etc.), puertas adentro el título universitario de Mauricio le imponía un límite claro del que no podía zafar. Con el paso de los años las diferencias que al comienzo fueron una tenue línea de separación se convirtieron en un abismo. No había grandes problemas mientras tuvieran suficiente material de lectura o discos para escuchar. Los gustos eran absolutamente incompatibles: mientras el abuelo leía Capote o Cheever, la abuela leía Jean Plaidy, Victoria Holt o Philippa Carr (siempre decía que la que más le gustaba era la primera, nunca supo que las tres eran la misma autora). En cuanto a la música, lo único que podían escuchar juntos eran los discos de Fausto Pappetti (a pesar de que Rebeca cuestionaba duramente las fotos de señoritas en audaces bikinis de las cubiertas de los long plays). El problema de la diversidad de intereses irrumpía cuando había gente que pudiera servir de público. Mauricio adoraba ser el centro de las reuniones y demostrar experticia en casi cualquier rama del saber humano. Rebeca detestaba salir fuera del ámbito que dominaba, fuera su casa, sus lecturas o sus ideas. Su circuito más extenso eran las siete cuadras que la separaban de la casa de sus padres y las ya citadas turcas. Cuando Mauricio lograba la venia de Rebeca para asistir a algún evento donde pudiera hacer gala de su sapiencia, Rebeca desplegaba panoplia verdaderamente terrible. Una tarde, hace muchos años cuando estuve saliendo con una estudiante de psicología descubrí en el manual de diagnóstico, descripciones terroríficamente acertadas del hacer de mi abuela; por ejemplo:
Mutismo selectivo. De acuerdo al DSM IV, el mutismo selectivo es un trastorno de la comunicación verbal que consiste en que los afectados no pronuncian ni una sola palabra. Parece ser que este comportamiento es síntoma de un desorden psicótico. Pero como en aquellos años la gente no le prestaba demasiada atención a la psicología, lo tomaban como un gesto snob, o a lo sumo de falta de cultura social. Con el paso de los años sus nietas políticas describían esta actitud como “cara de sentada sobre un palo en punta”
Trastorno de somatización. Si con el mutismo estabamos comodamente instalados en la psicosis, con esta nos metimos de lleno en la histeria. De los cinco síntomas que el manual nos daba para optar, Rebeca siempre presentaba dos: los problemas gastrointestinales, preferiblemente vómitos o diarrea; y los desmayos. Estos últimos siempre sucedían en el descanso de la escalera, lo que provocaba una rodada lo suficientemente grave como para necesitar un traslado repentino a la guardia de traumatología, pero no tan severa como para conducirla a la morgue.
Trastorno Explosivo Intermitente: “trastorno del comportamiento caracterizado por expresiones extremas de enfado que son desproporcionadas respecto a las circunstancias en que se producen”, decía el manual.  Esta era la manifestación preferida de la abuela cuando recibía gente a comer en su casa. El disparador del síntoma solía ser la posibilidad de que la sobremesa se extendiera más allá del horario de comienzo de la transmisión de “La caldera del Diablo”.
Con el paso del tiempo estas reacciones fueron cambiando. Algunas se convirtieron en manifestaciones tan estables de su personalidad que ya no llamaban la atención. Otras mutaban, se combinaban o desaparecían para reaparecer años después; pero seguir abundando sobre el tema sería abusar de la paciencia del lector, de la psicología, y significaría ponerse uno mismo como materia de discusión y escarnio, porque como decía un primo, no conviene hacerle tanta mala prensa a una persona con la que se comparte una buena cantidad de genes. No sería extraño que en unos años estemos inventando fábulas sobre microondas asesinos, tostadoras perversas o heladeras voraces.


Comentarios

  1. Y contra los genes no hay sesuda argumentación válida. Una preciosura, vea.

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