El regreso al trabajo pudo haber sido peor. No llegó a ser todo lo malo que Liliana esperaba. Después de todo, la Directora evitaba hablarle desde la visita de la inspectora; y la secretaria no era simpática con nadie en particular; así que la cara de disgusto con la que recibió el certificado médico de Liliana no estaba dirigida en contra de ella.
Como estaba obligada a cumplir con su trabajo, Liliana trató de mantenerse a flote. Sabía que la controlaban, y que los alumnos ni la defendían ni la querían. De todas maneras, jamás había interpretado que hubiera una relación entre el rechazo que generaba y su hacer docente, sino que lo atribuía a la necedad de los otros, tanto alumnos, como colegas y directivos.
No lograba salir de la sensación de angustia y estancamiento. Necesitaba mantenerse afuera de su casa porque la aterrorizaba la posibilidad de atender el teléfono, y que Sibila o Alberto le pidieran explicaciones. Con su hija era más fácil porque con darle señales de vida por mensaje de texto cada tanto, alcanzaba para que no la molestara. Llevaban unos diez años así. Liliana reconoció que en ese aspecto la tecnología la había beneficiado. Desde el día en que Sibila decidió emanciparse, la relación se había ido limitando a un intercambio protocolar de mensajes, raramente interrumpido por las visitas que su hija le hacía en momentos de angustia. Cuando eso sucedía, aparecía intempestivamente en el departamento para pedir explicaciones sobre su historia. Liliana no contestaba o contraatacaba con argumentos pobres o meras chicanas, como echarle en cara la vez que a los diecisiete años se escapó de la casa y hubo que hacerla buscar con la policía.
El caso de Tito era diferente. Desde Buzios que se evitaban. Ya habían pasado casi treinta años desde el invierno que compartieron el taller literario, y el verano que fueron a Brasil. Ahora, por culpa del Rengo, Tito volvía convertido en Alberto, para recordarle vaya uno a saber que cosas.
—Por culpa del Renguito, Rengo estúpido, —pensó Liliana—, que se hizo matar en la calle San Lorenzo, frente a la casa giratoria. Y por culpa de Ramirez. Y de Monti que quizo investigar, y que seguramente le dio mi número de teléfono a Tito.
Necesitaba ver gente, pero ¿a quién? Cacho y la Susy habían vuelto, uno a Londres y la otra a Jujuy. Hablar con Moncho era francamente inimaginable como opción, así que solamente quedaba Raquel; lo que no le pareció mal.
—Después de todo, Raquel nunca se toma nada en serio y le gusta reirse de estupideces. Lo único que ha hecho sistemáticamente en todos estos años es burlarse de la Susy,
Pero Raquel tampoco resultó la válvula de escape que necesitaba. Cuando la llamó por teléfono para proponerle que salieran a tomar algo al terminar el trabajo, a Liliana le llamó la atención el tono seco de su amiga. Tuvo la impresión de que le contestaba con cierta incomodidad; así que, para su propio asombro, tuvo que rogarle que aceptara la invitación. Cuando cortó se sintió peor. No estaba acostumbrada a pedir favores. Tuvo el impulso de volver a llamar para cancelar el compromiso, pero el teléfono la pasó directamente al mensaje de que trataba de comunicarse con un aparato apagado o fuera del área de cobertura.
Se resignó a cumplir con la cita. Lo único que mejoraba las perspectivas era que, para evitar volver a "El Ruedo", Raquel habia fijado como punto de encuentro el bar del Hotel Windsor. Liliana calculó que caminando no iba a llegar a tiempo, así que al salir de la escuela se subió a un taxi, sin tener en cuenta que ese día el tránsito por el centro estaba bloqueado por una manifestación.
El trayecto hasta el hotel fue largo e intrincado. Después de acercarse y alejarse del punto de destino, el auto finalmente subió por la calle Alvear. De pronto Liliana se encontró en la cuadra de la sinagoga. Llevaba años sin pasar por ahí. El semáforo los detuvo y pudo mirar los dos lados de la calle: a la izquierda seguían estando la sinagoga y el anticuario, pero del lado derecho, el Sporting no estaba más. Había sido demolido y en su lugar habían construido un estacionamiento. Sintió que allí había una señal, pero no entendía de qué. Se quedó ensimismada tratando de descifrar el sentido del oráculo, mientras el taxi tardó diez minutos en recorrer las pocas cuadras que faltaban hasta la calle Entre Ríos. Después de pagar y bajarse, caminó ansiosa la cuadra que la separaba del hotel. Pensó que era un lugar donde las cosas no podían salir mal. Era un café elegante y tranquilo. Llegó hasta la entrada, donde un portero en jacquet la invitó a pasar. Liliana saludó con la cabeza y entró. Alcanzó a ver a Raquel sentada en una mesa pequeña cerca del piano, leyendo el suplemento cultural de La Nación. Con los anteojos de lectura tenía un semblante serio. Liliana se detuvo un minuto para controlar el aspecto de la ropa, subirse al hombro la cartera, y acomodarse el pelo. Caminó por el salón y se paró delante de Raquel.
—Hola —dijo, tratando de sonar simpática.
Raquel reaccionó muy lentamente. Primero dobló el diario a la mitad y lo dejó sobre la mesa. Levanto apenas la cabeza, pero continuó el movimiento con los ojos, que miraron a Liliana por encima del marco de los anteojos y finalmente habló:
—Me parece que vos andás debiendo un par de explicaciones.
Como estaba obligada a cumplir con su trabajo, Liliana trató de mantenerse a flote. Sabía que la controlaban, y que los alumnos ni la defendían ni la querían. De todas maneras, jamás había interpretado que hubiera una relación entre el rechazo que generaba y su hacer docente, sino que lo atribuía a la necedad de los otros, tanto alumnos, como colegas y directivos.
No lograba salir de la sensación de angustia y estancamiento. Necesitaba mantenerse afuera de su casa porque la aterrorizaba la posibilidad de atender el teléfono, y que Sibila o Alberto le pidieran explicaciones. Con su hija era más fácil porque con darle señales de vida por mensaje de texto cada tanto, alcanzaba para que no la molestara. Llevaban unos diez años así. Liliana reconoció que en ese aspecto la tecnología la había beneficiado. Desde el día en que Sibila decidió emanciparse, la relación se había ido limitando a un intercambio protocolar de mensajes, raramente interrumpido por las visitas que su hija le hacía en momentos de angustia. Cuando eso sucedía, aparecía intempestivamente en el departamento para pedir explicaciones sobre su historia. Liliana no contestaba o contraatacaba con argumentos pobres o meras chicanas, como echarle en cara la vez que a los diecisiete años se escapó de la casa y hubo que hacerla buscar con la policía.
El caso de Tito era diferente. Desde Buzios que se evitaban. Ya habían pasado casi treinta años desde el invierno que compartieron el taller literario, y el verano que fueron a Brasil. Ahora, por culpa del Rengo, Tito volvía convertido en Alberto, para recordarle vaya uno a saber que cosas.
—Por culpa del Renguito, Rengo estúpido, —pensó Liliana—, que se hizo matar en la calle San Lorenzo, frente a la casa giratoria. Y por culpa de Ramirez. Y de Monti que quizo investigar, y que seguramente le dio mi número de teléfono a Tito.
Necesitaba ver gente, pero ¿a quién? Cacho y la Susy habían vuelto, uno a Londres y la otra a Jujuy. Hablar con Moncho era francamente inimaginable como opción, así que solamente quedaba Raquel; lo que no le pareció mal.
—Después de todo, Raquel nunca se toma nada en serio y le gusta reirse de estupideces. Lo único que ha hecho sistemáticamente en todos estos años es burlarse de la Susy,
Pero Raquel tampoco resultó la válvula de escape que necesitaba. Cuando la llamó por teléfono para proponerle que salieran a tomar algo al terminar el trabajo, a Liliana le llamó la atención el tono seco de su amiga. Tuvo la impresión de que le contestaba con cierta incomodidad; así que, para su propio asombro, tuvo que rogarle que aceptara la invitación. Cuando cortó se sintió peor. No estaba acostumbrada a pedir favores. Tuvo el impulso de volver a llamar para cancelar el compromiso, pero el teléfono la pasó directamente al mensaje de que trataba de comunicarse con un aparato apagado o fuera del área de cobertura.
Se resignó a cumplir con la cita. Lo único que mejoraba las perspectivas era que, para evitar volver a "El Ruedo", Raquel habia fijado como punto de encuentro el bar del Hotel Windsor. Liliana calculó que caminando no iba a llegar a tiempo, así que al salir de la escuela se subió a un taxi, sin tener en cuenta que ese día el tránsito por el centro estaba bloqueado por una manifestación.
El trayecto hasta el hotel fue largo e intrincado. Después de acercarse y alejarse del punto de destino, el auto finalmente subió por la calle Alvear. De pronto Liliana se encontró en la cuadra de la sinagoga. Llevaba años sin pasar por ahí. El semáforo los detuvo y pudo mirar los dos lados de la calle: a la izquierda seguían estando la sinagoga y el anticuario, pero del lado derecho, el Sporting no estaba más. Había sido demolido y en su lugar habían construido un estacionamiento. Sintió que allí había una señal, pero no entendía de qué. Se quedó ensimismada tratando de descifrar el sentido del oráculo, mientras el taxi tardó diez minutos en recorrer las pocas cuadras que faltaban hasta la calle Entre Ríos. Después de pagar y bajarse, caminó ansiosa la cuadra que la separaba del hotel. Pensó que era un lugar donde las cosas no podían salir mal. Era un café elegante y tranquilo. Llegó hasta la entrada, donde un portero en jacquet la invitó a pasar. Liliana saludó con la cabeza y entró. Alcanzó a ver a Raquel sentada en una mesa pequeña cerca del piano, leyendo el suplemento cultural de La Nación. Con los anteojos de lectura tenía un semblante serio. Liliana se detuvo un minuto para controlar el aspecto de la ropa, subirse al hombro la cartera, y acomodarse el pelo. Caminó por el salón y se paró delante de Raquel.
—Hola —dijo, tratando de sonar simpática.
Raquel reaccionó muy lentamente. Primero dobló el diario a la mitad y lo dejó sobre la mesa. Levanto apenas la cabeza, pero continuó el movimiento con los ojos, que miraron a Liliana por encima del marco de los anteojos y finalmente habló:
—Me parece que vos andás debiendo un par de explicaciones.
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