Escapar de Susana
pudo haber sido un aprieto. Pero te quiero ver saltando por los techos pasados
los sesenta años. Cuando Gómez y yo éramos amigos y trabajábamos juntos, parecíamos
Starsky y Hutch, suponiendo que uno de los policías hubiera sido un criollo
cordobés. Acostumbrados a pasar las tardes en el club, descolgarse de una
tapia, o saltar por una ventana eran proezas muy menores. Ahora, la mayor acción
heroica que puede realizar Gómez es resistirse a comer la última factura del
paquete. La vesícula del comisario no está para chistes.
La iglesia de los
chinos no estaba, como decía la
Susy , “acá nomás”. Llegar implicaba sortear un par de
desniveles y otros obstáculos: pasar una claraboya, cruzar un alambre de púas, hacer callar un
caniche toy molestísimo. Cuando
estuvimos sobre el inmueble indicado se nos puso más complicado. Para mi no era
una altura demasiado difícil de saltar pero, no contaba con que me fueran doler
tanto las articulaciones después de la golpiza que me habían metido el Cara e’balde y sus secuaces. Con Gómez
el problema fue su prominente barriga de comisario, que le limitaba demasiado
la movilidad.
Media hora después
(veinte minutos para bajar, diez para recuperar fuerzas), estábamos en un
pequeño patio de luz. A pesar de todo el ruido que habíamos hecho nadie apareció,
así que supusimos que el escenario estaba despejado como para entrar a buscar
pistas del papamóvil. Pasada la enésima constatación por parte de Gómez de que
cada parte de su cuerpo estaba en su correspondiente lugar, decidimos abrir la
puerta ventana y entrar al inmueble.
Con el tiempo que
llevaba retirado de la policía, me había olvidado cuan torpe y descuidado podía
ser mi compañero. Antes de que pudiera sugerirle que vigilara que no hubiera
alguna alarma, Gómez ya había hecho su entrada a lo Charles Bronson. Inmediatamente empezó a sonar una sirena estridente.
Desactivarla fue
relativamente sencillo. Gómez, fiel a su estilo, busco donde estaba la caja de
control. La identificó por una luz que titilaba siguiendo el ritmo de los
muchos y variados ruidos que hacía el aparato, y le metió un balazo de lo más
prolijo. En eso el viejo Gómez no había perdido precisión. A pesar del escándalo
nada pasó en los siguientes diez minutos. Se nota que a los vecinos ha dejado
de importarle lo que pasa en la casa de al lado.
La iglesia, como
casi todos los salones evangélicos del barrio, era una casa vieja refaccionada.
Se veía el esfuerzo por hacer del lugar un espacio acogedor y discreto. El salón
principal estaba despejado de otros muebles que no fueran las sillas para los
fieles y un atril para el pastor. No había nada allí que nos llevara al
utilitario robado del Museo. Así que decidimos buscar si había alguna cochera. Cuando
atravesábamos un pasillo interno sentimos ruido de llaves en la puerta
principal. Yo hubiera tratado de escapar hacia el fondo y volver al techo, pero
mi compañero no estaba en condiciones ni de correr ni de saltar. Se limitó a
volver al salón para enfrentarse con lo que fuera a aparecer.
Después del primer
deslumbramiento que nos produjo la luz que entraba desde afuera, pudimos
reconocer la silueta a contraluz de un hombre viejo y pequeño. A lo mejor tenía
la misma edad que nosotros, pero por culpa de las películas de Bruce Lee, uno
se cruza con un chino petizo y canoso, e inmediatamente concluye que es viejo. El hombrecito se mantuvo muy quieto y abrió
mucho los ojos. A mi se me escapó una carcajada porque me imaginé el movimiento
de cámara haciendo zoom en los ojos del chino. Sara Sandler siempre me decía
que a mí me había cagado la cabeza haber pasado muchas tardes en los programas
dobles del cine Cervantes, “la sala de la acción y la aventura”.
Estuvimos un rato
en silencio hasta que el chino empezó a gritarnos. La verdad es que nos
fallaron la intuición y los reflejos. Tendríamos que haber pasado al viejo por arriba, alcanzar la puerta, buscar el auto
y salir de ahí. Pero la estupefacción y los años nos ganaron. El hombrecito
cerró la puerta y siguió profiriendo algo que debían ser quejas o amenazas. Aburrido,
me senté en una de las silla que había en el salón y me dediqué a observar a Gómez.
A pesar del aprieto en el que nos habíamos metido, no notaba ninguno de los
indicios de la cercanía de una de sus explosiones.
Cuando el chino se
aburrió de gritarnos sacó del bolsillo un teléfono celular. Ahí sí que Gómez
recuperó los reflejos. Se abalanzó sobre el hombre, que resultó ser un
aikidoka. Una maniobra elegante y tranquila, apenas un movimiento hacia el
costado, y un pie cruzado a la altura precisa, y Gómez quedó en el suelo. A pesar de la ridiculez
del momento, decidí que lo mejor que podía hacer era tratar de no volver a reír,
y esperar lo que viniera. Automáticamente me toqué los bolsillos de la camisa
buscando algo para fumar. Luego me acordé de que había dejado de hacerlo para
no tener que aguantar los retos de Rújale. Gómez, a su vez, se había puesto de
pie. Y se había acomodado contra la pared, lejos del chino.
Pasó un momento en
que nos estuvimos mirando los tres hasta que escuchamos gritos en la vereda y la
puerta volvió a abrirse. Por entre el chorro de luz apareció un hombre un poco
más joven, también gritando y blandiendo en la mano un teléfono. La situación
había dejado de ser entretenida. Los cuatro nos mirábamos, impertérritos, hasta
que sonó el handy de Gómez. Sin
grandes gestos, cansado y golpeado atendió.
—Aquí Gómez, cambio.
—Jefe, ¿donde se
metió?, cambio
—¡Qué poronga te
importa, pelotudo!, cambio
—Pasa que nos
llaman del 101, por lo que sería una entradera, cambio.
—¿Y no pueden
resolver nada sin mi? ¡Qué manga de inútiles! Cambio.
—La verdad es que no
sabemos porque es una situación medio rara. El operador del 101 dice que no entendía
una mierda. Que parecían orientales. Pero que rastrearon la llamada y el
celular estaba localizado en la vereda de la Iglesia Taiwanesa ,
cambio.
Gómez, bajó el brazo
en el que tenía el handy. Me miró a mí,
después a los chinos, luego a la puerta, y de nuevo levantó el
intercomunicador.
—Estoy ahí. Mandáme
un patrullero que ya te resuelvo el asunto. Cambio y fuera.
Volvió a apoyarse
contra la pared.
Bajito, casi como
hablando solo, dejó escapar.
—Chinos putos. Ya
van a ver en la comisaría como les saco las ganas de pegarle a un representante
de la ley.
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