Las conversaciones
telefónicas con Gómez siempre son desagradables y realmente no ganarían nada
con que yo se las transcriba. Les bastará saber que mi examigo el comisario me
refirió que había sido reprendido desde alguna otra oficina del gobierno,
diferente de las que lo habían reprendido antes. Y que lo habían urgido a que
demostrara su eficiencia.
—Quieren
resultados, ¿entendés pelotudo? Toda la cámara de supermercadistas chinos me
quiere comer el hígado después de lo de la Iglesia. No tengo margen para más
cagadas— me había dicho sobre el final de la charla.
No era la primera
vez que me trataba de pelotudo, pero la verdad era que ya me estaba saturando. En
ese contexto tuve la mala idea de revelarle lo que las “estrellas blancas” y
Casipupi me habían dicho en el Ambassador: que había unos coreanos sospechosos
que alquilaban el taller de los Mulukián en la calle Suipacha.
—En media hora te
espero en la puerta—, me dijo Gómez. Y cortó.
Como supo decir
Julio César, la suerte estaba echada. Salí de casa a encontrarme con el
comisario, tratando de no despertar las sospechas de Rújale.
Cuando llegué al
taller, Gómez estaba apoyado en su auto. Se tocaba con la mano la rodilla y
noté que insultaba bajito.
—¿Qué te pasa
Gómez?
—Tengo esta rodilla
echa mierda.
—¿Artritis?
—No. Ácido úrico.
—Pero eso se
resuelve fácil.
En ese momento
Gómez levantó la vista con cara de pocos amigos. Si yo hubiera conservado la
astucia de la juventud me habría callado o cambiado de tema, pero no fue así.
Seguí comentando:
—Si te hubieras
abstenido de comer carne…
—¡Y si vos te
hubieras abstenido de cogerte a las esposas de media seccional!— me gritó iracundo.
Entre nosotros se
estableció un silencio desagradable e incómodo, apenas interrumpido por golpes
sordos que se escuchaban desde adentro del taller. La situación era difícil. Y sin embargo,
tenía que intentar salir airoso y continuar con la investigación.
Gómez seguía
agarrándose la rodilla pero tenía la cabeza levantada y los ojos clavados en
mí. Parecía un dogo que estaba listo para atacar. Traté de calmarlo:
—Escuchame Gómez,
yo entiendo que estés resentido pero ya han pasado muchos años. Y tampoco es
para decir que me cogí a tanta gente.
—Hijo de puta, la Teresa era una santa,
sabés. Hijo de remil putas.
Me pareció que le
saltaban algunas lágrimas. No se si por el dolor de la rodilla o por la ofensa
que le provocaba todavía el desliz de la Teresa.
Pero ustedes se
preguntarán de quién hablamos. La
Teresa era una piba que lo tenía flechado a Gómez desde que
jugábamos al basket en Redes. Era igual de fácil que la Susy , pero Gómez estaba tan
obnubilado que veía en ella la suma de todas las virtudes. Es más, varías
divisiones ya se la habían tirado, y mi compañero estaba convencido de que la Teresa era de lo más
recatada.
Este tipo de
comentario sobre las mujeres me suele traer discusiones terribles con Rújale y
esa especie de hombre pantufla que tiene de novio. Me tratan de retardado,
machista, imbécil y otras cosas así. Una vez dije de una mujer que estaba “más
pechada que la puerta del Correo” y mi hija casi me liquida utilizando las
habilidades adquiridas en el ejército israelí. El otro simplón apenas atinó a
preguntarme qué quería decir. El orate no ha conocido más correo que el
electrónico. Pero me estoy distrayendo del tema central.
Después de muchas
idas y vuelta, y varias puestas de espalda, la Teresa decidió llevarle el
apunte a Gómez. El hombre estaba tan feliz que inmediatamente le propuso
matrimonio. Se casaron en la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro,
sobre la 24 de Septiembre, a dos cuadras del club, donde hicieron la fiesta.
En esa época ya
formábamos parte de la policía y yo me había casado con Sara. Todos estábamos
encaminados y felices. O eso era lo que pensábamos. La Teresa no tardó demasiado
en volver a los antiguos hábitos. Yo tampoco. Era casi forzoso que en algún
momento nos cruzáramos. Y sucedió justo en 1987. Era un momento de mierda. El
país estaba tenso con el fracaso del plan Austral, Sara vivía tensa con la
crianza de Raquelita y Ariel, Gómez vivía tenso con las sospechas de lo que la Teresa hacía o no hacía
mientras él trabajaba, Alfonsín estaba tenso porque la Iglesia lo perseguía por
la ley de divorcio, los milicos estaban tensos preparando algún
acuartelamiento, y la Teresa
y yo estábamos muy relajados en un hotelito de mala muerte de la calle Trejo,
De pronto comprendí
todo. 1987. La visita del Papa, el papamóvil, el operativo para custodiar la Catedral y la posterior
procesión hasta la misa en la
Fábrica de Aviones. Gómez coordinando a los agentes de la Sexta que estaban asignados
al operativo, mientras la
Teresa y yo nos revolcábamos. Teresa que no llega a tiempo a
su casa porque la mayoría de los ómnibus de la ciudad estaban trasladando
peregrinos. Gómez que se encuentra con la casa vacía. Las vecinas que comentan.
El acabose. El escándalo. Mi renuncia a la fuerza. Sara que aguanta un tiempo
hasta que, hastiada, se va con los chicos a Israel.
Y ahí estábamos,
años después buscando el papamóvil.
—Disculpame Gómez.
No pensé que esto te iba a remover el problemita.
—¿Qué problemita?
¡La puta que te paríó! Vos te metiste con la Teresa que era una piba buena— Gómez iba
levantando la voz. –Si vos no hubieras tenido la fantasía de que eras el más
macho del barrio no hubieras armado la cagada que armaste.
Desde la vereda de
enfrente una mujer nos gritó: —¡cállense o llamo a la policía, borrachos de
mierda!
—¡Somos la policía!
¡Cállese usted, vieja chota!—contestó Gómez mientras trataba de enderezar la
pierna. La mujer volvió a meterse en la casa. Cuando pensé que Gómez iba a
tratar de golpearme se abrió la puerta del taller. Dos orientales grandotes
salieron con cara de pocos amigos. El dialogo que siguió no puedo referirlo
porque no entendimos nada de lo que nos dijeron. Pero el tono y el tamaño de
los tipos nos dejó en claro que querían que nos fuéramos. Gómez estaba por
sacar la pistola cuando le sonó el teléfono. Por alguna razón que desconozco,
los orientales se quedaron quietos y esperaron que Gómez contestara. El
comisario se limitó a decir “si”, “ajá”, “bien”, “comprendido” y cortó. Se
apoyó de vuelta en el auto. Guardó el teléfono, y del mismo bolsillo sacó las
llaves del auto.
—Órdenes de arriba.
Saludá a los señores que nos vamos –me dijo—. Nos mandan a parar todo. La
noticia llegó a los medios.
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