No me gusta alejarme de mi territorio. Solamente salgo de
la Seccional Sexta si es por alguna razón realmente importante o para conseguir
algo que no hay en el barrio. Las pocas veces que eso sucede tiene que ver con
conseguir algún condimento o algún fiambre, con lo cual, mis expediciones no
van mucho más allá del Mercado Norte, o del Almacén de Mario, en la calle Deán
Funes.
Esta vez, en cambio, tuve que incursionar en el Mercado
Sud.
¿Se han preguntado ustedes si existe alguna razón oculta
detrás de la forma en que está organizada la ciudad? A mi esa duda me ataca
cuando pienso en lo diferentes que son los dos mercados. Para mí, funcionan
como dos polos que crean una corriente de energía alrededor de la cual se
disponen los objetos, los edificios y las personas. El territorio Mercado Norte
es luminoso y lleno de vida. Los olores de los tambores de aceitunas, de las
especierías invitan a probar. En las veredas, los puestos de las bolivianas
revientan con sus limones y ajíes enormes. Las peruanas y sus cilantros, todo
está dispuesto para quedarse a vagabundear, a comer pescado fresco, o a
detenerse a oler el café recién molido. En cambio el Mercado Sud parece una
zona bombardeada. Los locales están semiabandonados y son oscuros. La actividad
más importante está en la pequeña sucursal de la terminal de ómnibus que
funciona detrás del edificio. Lo que confirma que es un lugar del que todos
quieren irse.
En las calles y pasajes que lo rodean, los grandes
locales mayoristas van siendo reemplazados por negocios que venden chucherías
importadas. En uno de estos negocios tristes y desordenados me encontré con
Salo.
Salomón Sandler es primo de Sara. Nunca tuve muy en claro
cuál es el grado real de parentesco más allá de que comparten el apellido. La
idea de la extensión de la familia es muy diferente entre los judíos rusos y
los criollos. Mi madre apenas reconocía un par de primos de los que apenas
hablaba, en cambio las conversaciones entre doña Raquel y Sara sobre ese asunto
eran interminables. E imposibles de seguir sin un gráfico que pusiera en orden
esa red incomprensible de personas. A eso se le sumaba la confusión que
generaban las distintas versiones de un mismo apellido: a veces un Kohan y un
Cohen estaban relacionados. A veces no.
Los padres de Salomón habían tenido una sedería por la
calle Corrientes. Cuando murieron, Salo consideró que el rubro no daba para más
y convirtió el local en una juguetería mayorista. Con los avatares de la
política económica argentina, vivió momentos de esplendor y de derrota. A lo
que se le sumaba la desprolijidad administrativa de Salo. En los últimos diez
años el negocio se mantiene gracias a los bajos costos (Salomón es el dueño del
local. Además mantiene la mayoría de las luces apagadas para ahorrar
electricidad) y a unos pocos viejos kiosqueros que le compran chucherías. La
principal actividad de Salo no era el negocio sino la conversación. Su central
de operaciones era un barcito minúsculo sobre una de las cortadas del mercado. Hablaba
con seguridad sobre cualquier tema. Y no discriminaba a ninguna colectividad.
Era amigo de los árabes, de los coreanos, de los chinos, y últimamente había
agregado a su círculo a alguno de los senegaleses que venden carteras en la
calle. El único punto en contra que tenía era la inclinación a no respetar el
espacio personal. Saludaba con palmaditas o cachetazos a cualquiera, o hacía
chistes subidos de tono en cualquier contexto. Pero si algo pasaba por la zona,
Salo lo sabía.
Lo llamé por teléfono y nos citamos en la esquina de
Corrientes e Ituzaingó. Me pareció raro. Salomón siempre buscaba alguna excusa
para demorarse en los bares. Nunca te citaba en un lugar público. A la hora
señalada, lo encontré al lado del semáforo. Me saludó con cordialidad e hizo
los comentarios típicos de un familiar lejano. Preguntó por Rújale. Dijo que me
veía más gordo, y a los minutos dijo que estaba más flaco. Evitaba hablar de
Sara y de Ariel. Cuando quise preguntarle si sabía algo de chinos o coreanos
que tuvieran algo que ver con el robo del papamóvil, me hizo entender por señas
que me callara. Sin hablar, me hizo con la mano un ademán para que lo siguiera,
y empezó a caminar por la calle Ituzaingó. A mitad de cuadra entró al local de
ropa de unos coreanos. Allí saludó a todas las vendedoras y me presentó como su
primo Beto. A la altura de los probadores corrió una cortina.
—Entrá rápido. De lo que veas acá no digas nada.
Detrás de la cortina, el local continuaba en un galpón
enorme que llegaba hasta el corazón de la manzana. Estaba oscuro y los ojos
tardaron en acostumbrarse a la falta de luz. Pero el oído me informó antes que
la vista de donde estaba: un taller de costura.
A medida que avanzamos por el pasillo central en el que
estaban dispuestas en hileras las máquinas de coser, sentía más fuerte una voz
que iba diciendo.
—Toro legal.
Habilitado. Toro legal.
Delante nuestro apareció un coreano que habrá tenido mi
misma edad. Era grueso, sólido. Seguramente un hueso duro de roer en una pelea.
Detrás de él venía un muchacho con el mismo aspecto, seguramente su hijo.
—Tranquilo don Park—dijo Salo—, le presento a mi primo
Beto.
El señor Park se inclinó un poco. Su hijo en cambio me
extendió la mano. Salomón siguió hablando:
—Acá mi primo necesita si le puede sacar algunas dudas.
El señor Park debía estimar mucho a Salo porque me
escuchó muy atentamente. En alguna ocasión el joven Park quiso participar en la
conversación pero el viejo lo frenaba con la mirada. Cuando terminé de exponer
toda la historia hasta el punto donde había llegado al taller de costura, Park,
respiró hondo, me miró profundamente a los ojos y me dijo:
—Mala cosa señor Beto. No meterse. Gente de Pyongyang. Acá
se sabe de todos los paisanos. Mala gente. Con protección además.
—¿Protección de quién?—le pregunté.
El señor Park se limitó a señalar arriba con el dedo.
Después hizo otra reverencia corta y se fue. El joven Park me volvió a dar la
mano y salió detrás de su padre. Salo me puso la mano por encima del hombro y
me fue empujando hacia afuera del taller.
—Si Park dice que no te metas, no lo hagas. Debés estar
cerca de algo muy jodido.
Cuando estuvimos de vuelta en la calle le agradecí a
Salomón y le di un abrazo. Volviendo para el barrio me vibró el celular. Me
fijé en la pantalla: cuatro llamadas perdidas de Raquel. Algo muy malo debía
estar pasando en casa.
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