–¡Vos si que no te privás de nada, Betito! ¿Te ofreciste
a probar la nueva tecnología en combate del delito?
Despertar en una comisaría es malo. Que además te duela
la cabeza y la espalda por que te dispararon con una pistola de electrodos es
peor. Sumarle la voz estridente de Casipupi es infernal. Mientras me tocaba la espalda para ver si me
había quedado alguna lastimadura, intenté contestarle:
–¿Qué hacés acá?
–Y…., vos viste
como es con los chicos. A los dos boludos que tengo de hijos los agarraron en
pedo tirándole piedras a una vidriera, y acá estoy sacándolos. Yo le decía a mi
mujer que hay que dejarlos que se caguen por estúpidos, pero…
Miré a Casipupi de arriba abajo. Realmente no sabía si
contestarle o no, porque en realidad, más allá de lo que yo decidiera, él
seguiría hablando todo el tiempo que se le antojara. Y de hecho lo hizo. Traté
de distraerme poniendo atención al resto de los sonidos del lugar. A medida que
iba recuperando el uso de mis sentidos me di cuenta que el teléfono sonaba muy
seguido y que desde la zona de los calabozos se escuchaban muchas voces
mezcladas. Esforzándome un poco distinguí la los hijos de Casipupi, con su tono
nasal. Aguzando el oído se reconocía
otro idioma. Uno de los orientales parecía estar dando indicaciones a los
otros.
Casipupi estaba por preguntarme algo. Si se daba cuenta
de que ´no le había prestado atención, volvería a empezar todo el relato, así
que me apuré a pedirle que me buscara un vaso de agua. En cuanto salió me puse
de pié y caminé tambaleante a la oficina de Gomez.
El siguiente obstáculo con el que me crucé fue Enzo. El
novio de Rújale apareció en el pasillo con una expresión admonitoria que
aumentaba más la estupidez de su cara. En cuanto me vio empezó a hacer un gesto
de rezongo con los brazos parecido a un aleteo. De haber estado de un ánimo más
beligerante le hubiera metido una trompada en el medio del pecho, pero todavía
me costaba mover los brazos.
–Menos mal que se despertó suegro. ¿Cómo se siente? Mire
que si queda idiota lo mandamos de una al geriátrico de la calle México…
Me contuve. Tendría que haberlo escupido por lo menos.
Pero no podía arriesgarme a hacer nada que desencadenara una reacción peor de
Rújale. Esbocé un semisonrisa y dije algo como para darle a entender que me
conmovía que se hubieran preocupado por mí. Lo más rápido que pude me lo saqué
de encima y seguí camino a la oficina. En cuanto sentí los pasos de Casipupi
detrás mío, trayendo el vaso de agua, me apuré a entrar y cerré la puerta con
un golpe. El ruido coincidió con el momento en que Gómez colgaba el teléfono.
–¡En qué pedazo de quilombo me metiste Baigorria!
Lo miré estupefacto. Sentí que me había metido por
equivocación en una convención de idiotas. O a lo mejor estaban haciendo una broma
con cámara oculta muy larga y muy cruel. Traté de acomodar las ideas y
responder algo articulado y coherente.
–Escuchame Gómez, yo estaba muy bien en mi casa con mi
trabajo.
–Jo, flor de trabajo el tuyo—interrumpió Gómez.
Respiré hondo y seguí: –No importa si a vos te parece o
no un buen trabajo. Yo tenía mi agencia, mi galpón, el respeto de mi hija y mi
Dauphine. Desde que vos me llamaste para que vaya al museo fui perdiendo de a
una todas mis cosas. Y encima me decís que yo te meto en quilombos…
Gómez me miró de una manera que no le había visto nunca
antes. Era un hombre viejo y cansado. Aunque los ojos se dirigieran a mí, la
mirada iba más allá. Se acomodó el pelo y con un tono más bajo, quizás hasta
dulce me dijo:
–Perdoname Beto. Tenés razón. Vos no hiciste más que
perder en esta. Pero yo también estoy jodido. Están llamándome de arriba para
que largue a los orientales estos. Nadie me quiere explicar nada pero parece
que hay un tongo muy jodido en algún ministerio.
Gomez hizo una pausa y se levantó del escritorio. Sacó
del bolsillo una etiqueta de cigarrillos. Con un gesto que le conocía de toda
la vida sacó de un golpe seco dos cigarrillos y se los puso en la boca. Los
encendió a los dos juntos y me dio uno. Un gesto de intimidad de ese calibre,
después de todas las cagadas que nos habíamos hecho el uno al otro me conmovió.
O la lo mejor era el malestar que me había quedado de la electrocución. No
importa. La cuestión es que pitamos un par de veces y volvió a hablar.
–Vos ya estás jugado Betito, y aunque te parezca una
joda, para vos es una ventaja. Yo estoy a punto de jubilarme, Si hago un paso
en falso me quedo viejo y sin nada. Vos y aprendiste a vivir barajando y dando
de nuevo, pero si a mí me quitás la seguridad me matás.
Casi que me daban ganas de abrazarlo. Para distraerlo un
poco decidí extender un poco más la charla.
–¿Así que te aprieta gente jodida che?
–Si.
–¿De dónde?
–No sé si es de la Secretaria de Gobierno o de algún
ministerio. Nadie te da una pista. Lo único cierto es que en la Central de
Colón están haciendo apuestas sobre cuando me vuelan a la mierda.
Adentro de mi cabeza se empezó a formar una idea. Tal
como decía Gómez, yo no tenía nada que perder. Así que podía hacer cualquier
locura sin que la culpa cayera sobre el personal policial. Si la cosa se
desmadraba se podía argumentar que estaba adentro de la comisaría porque me
habían detenido en el taller. Los golpes de la pistola eléctrica en mi espalda
eran un argumento suficiente. Traté de parecer cauto.
–Gómez, si no te jode, me gustaría hablar con el coreano.
Me extendió el brazo señalando la puerta de la oficina
Tiré el cigarrillo al piso y lo apagué con el pie. Abrí y marché por el pasillo
marcando el paso como lo hacía años atrás. En el camino me crucé con Casipupi
–Si sabés lo que te conviene no me jodas ahora, –le dije.
Seguí hasta los calabozos. Ahí estaban todos. Los dos
hijos de Casipupi atravesaban la fase del pedo triste y lloraban en un ángulo.
En el lado opuesto cinco coreanos. Cuatro sentados y callados. Otro parado
seguía dando indicaciones con voz firme. Le pedí a un chico que me abriera la
puerta. Me miró con cara de perdido, pero Gómez, que me había seguido le indicó
que lo hiciera. Entré y agarré al jefe de los coreanos por el hombro.
–A ver muchacho, tengo que hablar unas palabritas con
vos.
El coreano se hizo el pelotudo y no contestó.
–Mirá querido, yo no sé si vos entendés o no pero la
verdad que a mí no me importa nada. –ahí le metí la primera trompada en el
estómago. Mientras se doblaba le volví a hablar:
–¿Te duele? A mí también me duele, ¿sabés?. Aproveché la
posición en la que habíamos quedado para darle con la rodilla en la cara.
Los cuatro coreanos seguían sentados sin decir nada. Los
hijos de Casipupi empezaron a hablar estupideces sobre la brutalidad policial
así que tuve que callarlos.
–Ustedes dos, se dejan de joder; o les meto todas las
piñas que el pelotudo de su padre no les metió en años.
Los pibes habrán estado borrachos pero sabían cuando el
ambiente no daba para joda. Se acomodaron muy derechitos y no volvieron a abrir
la boca. Mientras tanto el coreano se había enderezado y trataba de mostrarse
estoico.
–Fijate querido que tu silencio me está empezando a poner
nervioso. ¿Me vas a decir quién está detrás de todas estas cagadas?
El amarillo siguió en silencio así que le metí unas
buenas palmadas en los oídos. Aunque mirado de afuera no parece un gran golpe,
les garantizo que puede aturdir por bastante tiempo. Di dos pasos atrás
mientras el hombre se agarraba la cabeza. Aproveché para jugar al gato y al
ratón: me acercaba y amagaba a pegarle. Después retrocedía. Cuando se confió de
que ya no iba a golperlo le metí una buena trompada en el pecho. El tipo cayó
al piso. Cuando me estaba acercando para
patearlo en el piso, uno de los otros coreanos se puso de pie. Empezó a
gritarme. Metió una mano en un bolsillo del pantalón y sacó un papel doblado.
Se acercó a mí con el brazo extendido y se cruzó entre su compañero y yo. Me
pareció que me suplicaba, así que agarré el papel. Lo miré pero como estaba sin
los anteojos no llegué a ver que decía. Así que salí del calabozo dejando al
amarillo en paz.
En el pasillo estaba Casipupi horrorizado. Como venía con
todo el envión de haber ablandado al oriental, Casipupi retrocedió
instintivamente. Me detuve. Después de todo, y a pesar de lo insoportable que
es, me había dado buenos datos. Traté de sonreírle y le alcancé el papel.
–No te asustés y leéme que dice acá.
Casipupi, se acomodó los anteojos bifocales y leyó
bajito. Después me devolvió el papel.
–Es una dirección en un barrio cerrado de Alta Gracia. En
el Potrerillo de Larreta.
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