La mayor diferencia entre Rújale y su madre, es que mi
hija es innegablemente goy. Contra
todas las teorías que los judíos suelen esbozar sobre la transmisión de la
condición de israelita a través del vientre, Rújale es la síntesis de todo lo
gentil que puede nacer de un útero hebreo. Ella es en un cien por ciento
Baigorria, nada de Sandler.
Cuando era muy pequeña, y su hermano Ariel era un bebé,
Sara solía hacer una prueba: con una cucharada de puré en la mano, encaraba a
sus dos hijos mientras decía con voz lastimera “comé por mi salud”. Ariel abría
la boca, Raquelita salía corriendo. También se saltaba otros tópicos. No movía
las manos al hablar porque en realidad casi no hablaba con nadie. Y para no
aburrirlos con más datos, el peor de todos: carecía completamente de sentido
gastronómico. En eso era igual a mi madre.
Promediando la mañana, cuando supuse que la amenaza de
Rújale de irse del país ya había caducado, me la crucé cerca de la cocina. A
esa hora ya me había empezado a picar el hambre y la nostalgia.
—¿Raquelita querida, no se te antoja comer algo?
—No.
—¿Sabés que me gustaría?
—No.
—Raquelita, ¿no le podés poner un poco de voluntad a la
conversación?
—Papá, ¿qué querés?—soltó con un tono apenas fastidiado.
—Me estaba acordando de los latkes de arroz que hacía tu abuela Raquel.
—Sabés que no la conocí.
—Ya sé Rújale, pero a lo mejor tu madre te dio la receta.
—No cocino, y menos latkes.
—Yo pensé que a lo mejor cuando viviste en Israel…
—Lugar que no me gustó, pero donde me quedan parientes
que me dan muchos menos dolores de cabeza que vos.
Raquelita se había puesto rígida. Y yo había cometido un
error. Por suerte (o como decía Pepe Biondi, suerte para la desgracia) la
conversación fue interrumpida por la aparición del orate. No sé si venía en el
rol de novio de Raquel o de único empleado de la empresa de vigilancia, pero
entró con la torpeza y falta de sentido de la oportunidad que lo caracterizaba.
—¡Hola familia!
Pasó al lado mío y me palmeó la espalda. Le dio un sonoro
beso en la mejilla a Raquel que se había quedado dura e incómoda. El muchacho
redobló la apuesta.
—¿Todo bien suegro? – se dio vuelta y con la mano tomó el
mentón de Raquel —¿Cómo andás capullito?
Raquel le sacó la mano de la cara con furia.
—No podés ser así de opa. ¿No te das cuenta de que
estamos discutiendo?
Rújale respiro hondo mientras el pelmazo respiraba
agitado. Les juro que me dio un poco de pena. No debe ser un trabajo fácil ser
el novio de Rújale, como tampoco debió ser fácil para Sara estar casada
conmigo.
Antes de que
alguna emoción m e dejara aplastado por el resto del día,me fui al galpón a probar
unas piezas de la puerta de un Renault Gordini, que a lo mejor podía adaptar
para el Dauphine. Estuve limando y probando como acomodar el mecanismo de
apertura mientras escuchaba a Raquel atendiendo el teléfono, sin dejar de rigorear
a Enzo, Renzo, o como fuera que se llamara el muchacho. Pasado el mediodía llegué
a la conclusión de que tendría que buscar una cerradura original de Dauphine. Y
comer algo también. Me levanté del banco de trabajo y volví a la cocina. Me
encontré al tonto comiendo sándwiches que sacaba de un paquete con el logo de
una panadería de la calle Roma.
—¿Gusta uno don Beto?
Acepté. La verdad es que el fiambre era malo y la
mayonesa también. Me imaginé que pronto tendría la sensación corrosiva de la
gastritis alrededor de la boca del estómago. De todos modos no tenía ninguna
otra cosa mejor para comer. Estuve
masticando tranquilo porque el muchacho,
que había tenido un rapto repentino de inteligencia, se mantuvo callado. Cuando decidí volver al galpón
apareció Raquel furiosa con el teléfono inalámbrico en la mano.
—El pelotudo de Gómez llama y cuelga cuando escucha mi
voz. No sé qué carajos hay entre este tipo y vos, pero resolvé esto antes de
que me termine de encabronar.
Dejó el teléfono y volvió a salir. El muchacho y yo nos
quedamos mirando el aparato. Yo estaba cómodo en el silencio pero el chico no,
así que tuve que escuchar otro de sus comentarios supuestamente profundos:
—¿Se dio cuenta, don Beto, que desde que se inventaron los
celulares se arruinaron todos los argumentos de las películas policiales?
No le contesté. Agarré el aparato y salí de la cocina.
Decidí que iba a llamar a Gómez para ir a investigar el galpón de la calle
Suipacha.
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