No sé cuanto tiempo me llevó el trayecto desde mi casa hasta
el galpón de los coreanos en la calle Suipacha. La rabia me había hecho perder
las ideas de tiempo y de distancia. Recuerdo haber salido por la calle Antranik
con el sonido de los gritos de Rújale de fondo. Inmediatamente después estaba
delante de la puerta de lo que había sido el taller de los armenios, evaluando
la mejor manera para entrar. No tenía otra herramienta más que la pistola.
Cuando me disponía a balear la cerradura vi que desde la esquina se acercaba un
auto. Nadie manejaba a esa velocidad a la madrugada de un día de semana por
barrio Pueyrredón. Salvo que fuera un policía.
Gómez.
Bajé la pistola. El auto se detuvo. Gómez se bajó del auto.
Estaba mal vestido. Seguramente Raquelita lo había llamado. No se porqué, pero
sentí que la situación ameritaba un comentario gracioso y amigable:
—Gómez, querido, no trajiste la ropa adecuada para esta
fiesta.
Gómez no tenía un ánimo gracioso ni amigable.
—Beto Baigorria, loco de mierda, ¿de qué carajos hablás? ¿No
te das cuenta de que estás en la calle, a la madrugada descalzo y en piyama?
Ahí me di cuenta de que en el apuro por liquidar el asunto
me había olvidado de cambiarme.
—Por lo menos traje la pistola— le contesté.
—Beto, hacé el favor de bajar eso y venir conmigo al auto.
Tu hija está preocupada.
—Dejala. Cuando se vuelva a Israel va a tener preocupaciones
más importantes que un padre viejo y loco.
Empezó a sacudir la cabeza. Gómez tenía un repertorio de
gestos limitado pero concreto. Así como agarrarse la hebilla del cinto era el
preludio de la golpiza, el movimiento de cabeza anunciaba un discurso pretendidamente
moralizante, pesado y dificultoso. No era un hombre con muchas herramientas a
la hora de hablar.
—Betito, ¿qué querés? Vos le has dado una vida de mierda a
esa chica. ¿Qué tenés para ofrecerle? ¿Cómo no va a querer volverse con la
madre?
—Gómez, ¿de qué hablás? ¿Vos lees los diarios? En Israel hay
tiroteos todos los días.
Gómez se quedó callado. De golpe me dio una estocada inesperada.
—¿Y no será que para ella es peor convivir con un padre que
intenta “tirotear” mujeres todo el tiempo? Raquelita no es boluda y sabe de las
cagadas que te has mandado. Sabe de la Teresa … y de todas las demás.
Sentí que me recorría electricidad por el cuerpo. Gómez
había tenido un rapto de lucidez o de crueldad. La verdad es que no tuve ganas
de seguir escuchando más nada, así que levanté la pistola y le metí un balazo
al cerrojo. Después que dejé de escuchar el zumbido en los oídos que sigue a la
explosión, pude distinguir la voz de Gómez pidiendo refuerzos por el handy. No
me importó Delante de mí estaba la puerta del taller abierta. Entré.
El modo en que la memoria se organiza es muy extraño. Por
más que haga el esfuerzo, en mi cabeza aparecen escenas mudas. Recuerdo el modo
en que caminé por el galpón oscuro, cómo aparecieron desde el fondo tres
coreanos y cómo les disparé. No le acerté a ninguno. Después de la luz de los
disparos Se encendieron las lámparas. Seguramente
Gómez había encontrado algún interruptor.
Por el espacio del taller estaban diseminadas partes de una Renault
Traffic blanca. Lo poco lo que quedaba del papamóvil. Justo en el centro,
debajo de la luz, estaba la jaula de cristal con el asiento donde había viajado
Wojtyla. Intenté acercarme. Los coreanos salieron de donde estaban escondidos.
Querían impedirme que llegara hasta el asiento. No recuerdo los gritos, pero si
los gestos, las caras desencajadas. Volví a dispararles. A uno le rocé la
pierna. De a poco se fue armando una mancha de sangre en el pantalón. Los otros
dos no se detuvieron. A medida que me acercaba a la caja de vidrio, aumentaba
su urgencia por detenerme. Uno de ellos se cruzó delante. Seguí avanzando. Con
una mano lo agarré del cuello y lo empujé contra el cristal. Con la otra le
puse la pistola en la nariz.
En este punto del relato es donde aparecen de nuevo los sonidos.
Los coreanos decían cosas que yo no entendía. Al que si pude comprender fue a
Gómez, que desde la puerta le daba indicaciones a los policías que llegaban.
Todo iba a terminar pronto pero yo no me sentía satisfecho. Sin bajar la
pistola le grité al coreano:
—¿Por qué mi Dauphine? ¿Por qué?
Sin soltarle el cuello subí el otro brazo para callarlo de un
culatazo. Antes de que llegara a bajarlo, escuche a una persona que corría y la voz de
Gómez:
—¡Quevedo, no! Que no está bien regulado…
Después, la descarga eléctrica. Lo siguiente que recuerdo es
despertarme en el edificio de la seccional Sexta.
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