Un
tiempo después del nacimiento de Ariel y Raquel, pero antes de que pasara lo
que pasó con la Teresa, Sara Sandler había atravesado un período que yo no
entendía y al que no podía ponerle nombre. Muchos años después, durante la experiencia muy breve que tuve de ir a
terapia, me enteré que lo que le pasaba a Sara podía ser llamado introspección. No es algo que vaya a
relatarles ahora como fue que yo terminé haciendo terapia. La historia de Sara
viene a cuento de que, durante esa etapa, ella salía poco, pero generalmente al
mismo lugar: una librería de usados que un hombre mayor, paisano suyo tenía en
la Galería Cabildo. El lugar era más bien sucio y olía a papel viejo y pis de
gato. De ahí Sara volvía los sábados con unos tomos amarillentos que leía con desesperación,
como si al terminar la semana tuviera que darle cuenta al librero del contenido
de cada uno. La rutina concluía y volvía a empezar con un nuevo libro viejo
cada sábado.
Una
vez, trajo un bodoque ancho y de color gris sucio. Era completamente diferente
de lo que Sara había leído hasta ese momento. No eran ni poesías ni cuentos, ni
novelas. Era un tomo de teatro. El autor, Jean Paul Sartre. Al comienzo no le
di demasiada importancia a la presencia de ese libro en casa, hasta que noté que permaneció más de una semana en
la mesa de luz. Sara lo leía y releía. Con el tiempo empezó a citar textos, a
meter palabras de los personajes como si fueran propios. De todas las obras que
había en el tomo, la que Sara citaba más seguido era “A puertas cerradas”. No
sé si la frases aparecían en la obra tal como las repetía Sara, pero parecía
que, para ella, todas las situaciones que podían sucederle, estaban resumidas
allí. Cuando el periodo de introspección terminó, me olvidé de la obra y de sus citas. Volvió a aparecer
cuando reventó la bomba del affaire con
la Teresa. En un período muy corto, ubicado entre el mutismo total y la partida
a Israel, Sara insistía en liquidar cualquier discusión sobre lo que nos había
pasado diciendo “El infierno son los otros”
Creo
que nunca llegué a entender completamente el significado. Hasta el día que siguió
a la primera visita al taller de los coreanos. La mañana empezó mal El ruido de
la radio en la cocina sonaba muy fuerte. Me levanté de la cama para apagarla y
me encontré con Enzo (o Renzo) tomando mate, usando mis cosas. Tenía su cara de
mono bobo concentrada en la lectura del diario. Cuando reparó en mi presencia,
ni siquiera se dignó a decirme “buen día”
--¡Qué
pedazo de quilombo, suegro! ¿No le parece?
Cerró
el diario para mostrarme la portada. La noticia del robo por fin había llegado
a la primera página. El muchacho parecía genuinamente sorprendido. Todos los
habitantes de la Seccional Sexta llevaban día hablando de lo mismo y el pobre
orate recién se enteraba. Desde la radio los periodistas largaban todo tipo de
teorías conspirativas. Iba a tratar de contestar algo pero desistí. Sin abrir
la boca me acerqué y le quite el termo y el mate. Con mis pertenencias
recuperadas me iba a instalar en el taller pero el teléfono me detuvo cuando no
había terminado de salir de la cocina. Di media vuelta y atendí. Del otro lado
de la línea se escuchó la voz de burócrata poquita cosa del director del Museo
de la Industria. No voy a perder tiempo refiriéndoles detalles. En su habitual
tono entre exaltado e imbécil insultó a todos mis ancestros. Después pasó a
lamentarse de la situación en la que quedaba con esa especie de secta de
fanáticos de los autos que eran “Los amigos del transporte” Cuando se cansó de
gritarme, colgó sin darme más explicaciones.
La
mañana no estaba todavía del todo arruinada. Volví a encarar para el galponcito
con el termo bajo el brazo, cuando el
teléfono volvió a sonar. Iba a dejarlo sin atender pero el orate del novio de
Rújale, comedido donde nadie lo llama, lo hizo por mí.
--Para
usted de nuevo, suegrito--, me dijo el memo mientras me extendía el brazo con
el tubo en la mano. Di la vuelta y agarré el aparato.
--Baigorria
y la reputa madre que te remil parió.— Gomez, con su cortesía habitual.
--¿Qué
querés Gomez? No vengo teniendo un comienzo de mañana muy feliz.
--Si
no logras que esto se resuelva pronto me voy a hundir en la mierda. Pero antes
paso por tu casa y te meto todas las balas que te tendría que haber metido hace
años.
--No
jodas Gomez, vos me pusiste en el medio de esta cagada.
El
comisario hizo una pausa. No le resulta fácil pensar cuando está exaltado.
Esperé un momento más hasta que escuché su contestación:
--Puede
ser, pero tus brillantes intervenciones nos enquilombaron mucho más. Si no hubieras ido a la casa de la Susy, esto
hubiera quedado como un caso sin resolver más. Ahora tenemos al gobierno y a
todos los amarillos que viven en Córdoba soplándonos la nuca.
--¿Qué
tiene que ver el gobierno?
--Ya
te dije, pelotudo, que me llaman desde distintas oficinas para decirme primero
una cosa, y después lo contrario. No sé que tiene adentro esa Traffic de mierda,
pero todos lo quieren.
No
contesté nada. Quería ver si de nuevo el silencio le servía a Gómez para hilar
alguna idea coherente. Efectivamente, algo se le ocurrió:
--¿Estás
ahí?
--Si.
--Mirá
Baigorria, si no deshacés este balurdo, olvidate de la plata que te prometí.
Colgó.
Gómez
logró tocar un punto neurálgico. Sin el dinero, no había repuestos para el
Dauphine. Todo lo qué había estado haciendo en esos días, todas las trompadas
que recibí, los riesgos que corrí, no se justificaban tanto por la deuda de
honor que tenía, como por la posibilidad de conseguir los medios para terminar
la restauración del autito. Si no encontraba a los ladrones, volvía al mismo
punto del comienzo, pero más golpeado y humillado. Tenía que buscar una
solución al problema.
En
vez de ir hacia el galpón, pasé por la oficina para saludar a Rújale. No esperaba
que mi hija fuera a aportar alguna idea sobre el asunto. Simplemente necesitaba
garantizar que no hubiera otro frente de combate abierto. Cuando llegué, la
habitación estaba vacía. Junto a la computadora encendida, había un bloc de
notas abierto y una taza de café a medio tomar. Me acerqué al monitor para ver
en que andaba Raquelita. El corazón casi se me detuvo. Mi hija estaba
averiguando sobre frecuencias y precios de vuelos a Israel. Ya había pasado de
la fase de la amenaza a la de planificación.
Escuché
sus pasos detrás de mí. No saludó, no me habló. Pasó al lado mío, con una mano
levantó la taza de café y con la otra apretó el botón de apagado de la
computadora. Después volvió a salir.
Cuando
pensé que estaba por tocar fondo, que ya no podía pasar nada peor, me encontré
en el living con que el cartero había dejado por debajo de la puerta, un papel
amarillo. Cuando me acerqué para levantarlo del piso vi claramente las letras
negras que decían “intimación de pago”. La empresa de energía también había
decidido que era el día de hundirme en el fango.
“El
infierno son los otros” decía Sara Sandler citando a Sartre. Es posible que
fuera así. Pero yo no iba a permitir que una a una se desvanecieran las pocas
cosas que me quedaban. Me tomé un
momento para tranquilizarme y llamé a Gómez. Le dije en los términos más
correctos que pude que me tuviera confianza, que en unos días iba a tener el
caso resuelto. Después busqué en la guía de teléfono, como ubicar a Salomón
Sandler.
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